Un sol intenso arropa a Bocachica, en la isla de Tierrabomba, a menos de 10 kilómetros de Cartagena. Es 1950 y se escucha el crujir de la tierra con cada pisada de los pescadores, que van y vienen con su mercancía en el hombro, entre ellos se destaca la figura de un niño, que está siempre sonriente: de nariz ancha, delgado, cabello rizado, labios gruesos, dicharachero y una mirada inocente. Es Bernardo Caraballo un joven de ocho años quien siempre acompañaba a su padre, Domingo, a pescar y en sus ratos libres, se dedicaba a nadar.
Con solo 10 años vio la obligación de mudarse a Cartagena con su familia para instalarse en el legendario barrio Chambacú, en el cual tuvo que adaptarse a diferentes situaciones antes de conocer a profundidad el boxeo, que para entonces empezaba a acariciar su vida, porque siempre acompañaba a su hermano, quien ya era pugilista, a sus entrenos. Pero fue hasta 1959, cuando el destino golpeó a su puerta.
Lo invitaron a un gimnasio, en el que apareció el experto chileno Julio Carvajal y comenzó el recorrido que lo llevaría a una brillante carrera como aficionado y a una aventura fascinante como profesional. En 1960, con 17 años, se coronó campeón en los VIII Juegos Deportivos Nacionales, que se llevaron a cabo en Cartagena. Ese fue el trampolín para dar el salto a la gran carpa y lo hizo bajo el impulso del mítico y célebre Chico de Hierro.
Ya entonces se vislumbraba esa figura hábil y veloz sobre el cuadrilátero, que se terminó convirtiendo en un maestro del escapismo. Gracias a la velocidad envidiable en sus piernas, el juego prodigioso de su cintura y los movimientos fulgurantes de su cabeza era difícil conectarlo, se transformaba en una especie de fantasma dentro de la lona. No se dejaba acorralar, pegarle era una tarea casi imposible. Esas cualidades estaban acompañadas de un estilo armónico, vistoso y elegante.
Así empezó a generar recordación entre los fanáticos del boxeo, que sonrientes, emocionados y algo hipnotizados veían esa danza armónica sobre el ring, en cada una de sus presentaciones. De esta manera, su nombre empezó a ganar peso y, después de las dos victorias contra el venezolano Ramón Arias, a ascender en la clasificación del peso mosca, hasta convertirse en el primer pugilista colombiano en entrar a un top-10 en un escalafón mundial.
Como profesional tuvo más 100 peleas, pero la que más recordaba como si la estuviera viviendo, fue la que tuvo contra el tailandés, Chartchai Chionoi. “Ese hombre sí pegaba duro”, decía entre risas. Fue un combate difícil, que lo llevó al límite y que terminó ganando por puntos, tras 10 asaltos. “Cuando me bajé del cuadrilátero tenía el ojo derecho cerrado por la hinchazón”, ese fue el fiel reflejo de su carrera: poner el pecho ante las adversidades y nunca darse por vencido.
De a poco se fue abriendo camino hasta ganarse el derecho de un combate por el título, ese logro que siempre le fue esquivo, que como él lo hacía dentro del cuadrilátero, se convirtió en algo intocable, inalcanzable, también lo convirtió en inmortal, porque se convirtió en el primer colombiano en lograrlo. En 1964 se enfrentó a Eder Jofre: una pelea que se definió en siete asaltos, después de que una izquierda del brasileño conectara a Caraballo y lo mandara a la lona. Perdió por nocaut. Posteriormente, en 1967, tuvo la oportunidad de enfrentar al japonés Masahico Harada, quien lo superó por decisión unánime en un combate que se fue a los 15 asaltos.
“No nací para ser campeón”, recordaba en una entrevista, pero su legado fue más allá de los títulos. Se retiró a los 32 años, después de perder seis combates consecutivos. Sin embargo, a lo largo de su carrera, maravilló al mundo boxístico con su velocidad y estilo: lo admiraron en Bogotá, Cartagena, Tokio, Manila, Ciudad de Panamá, Santiago de Chile, Guayaquil, Buenos Aires, Caracas, Maracay, Managua, Colón y Ciudad de México. Solo le faltó pelear en Estados Unidos y Europa.
Ese hombre dicharachero, de risa fácil y mirada inocente fue también sinónimo de entrega y dedicación dentro del ring; su figura enalteció a todo un país y su nombre fue motivo de orgullo. Todo esto lo llevaron a convertirse en un inmortal del deporte colombiano.