La clave estaba en el cuarto nivel de la fosa común del Cementerio del Sur. Allí, investigadores del CTI de la Fiscalía hallaron el esqueleto 79. Transcurría 1998 y las inspecciones se amparaban en un encargo especial del Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado de Bogotá que pretendía identificar a víctimas del Holocausto del Palacio de Justicia.
Mientras las diligencias avanzaban, a 358 kilómetros de Bogotá, en Tuluá, Valle del Cauca, doña Nohemí Vásquez, le pedía a Dios, en sus oraciones matutinas, por el descanso eterno de Edisson Zapata Vásquez, aquel hijo que un día de 1985 se fue a la capital con la excusa de trabajar, pero que el seis de noviembre de ese mismo año figuró como uno de los guerrilleros del M-19 abatidos en la toma.
El esqueleto 79 fue enviado a los laboratorios del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses donde se dictaminó que las estructuras óseas correspondían a dos individuos. Uno de ellos llamó la atención de los expertos forenses: presentaba un inmejorable estado antropológico, pese a los años.
En Tuluá, Francisco José Zapata, padre de Edisson, buscaba las palabras indicadas para explicarle a su nieta, Alexandra Londoño Zapata, qué había pasado con su tío, ese familiar del que solo sabía que estaba muerto y que nunca pudo ser enterrado porque el cadáver fue uno más de los que terminaron envolatados y tirados a la fosa común.
“Tenía un año cuando él murió en el Palacio de Justicia. No lo recuerdo, solo lo he visto en fotos”, cuenta Alexandra, que desde que conoció la historia de su tío y tras graduarse de abogada en el 2008, emprendió la difícil tarea de averiguar por los restos de Edisson.
La labor la llevó a enviar varios correos electrónicos en busca de respuestas y las encontró. El Grupo Nacional de Patología Forense del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses había revivido la investigación del esqueleto 79, contactándose inicialmente con una hermana de Edisson residente en Villavicencio y posteriormente con Alexandra.
Por las características del individuo uno, fueron autorizados los estudios de necropsia a cadáver esqueletizado, análisis de antropología forense y sus complementos, de odontología a restos óseos y de genética forense que aportaron importantes indicios. La Fiscalía decidió entonces buscar a Alexandra de nuevo para contrastar la información obtenida.
“La Fiscalía me contactó el año pasado para que a mis abuelos les tomaran muestras. Ellos viven desde hace mucho tiempo en Estado Unidos. Entonces la Fiscalía organizó todo para que se las practicaran allá”, explica Alexandra. Con entrevistas técnicas a los familiares, datos sobre el hallazgo del cuerpo y los resultados de las pruebas genéticas, El Grupo Nacional de Patología Forense del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses pudo concluir el 2 de julio de 2020, con una probabilidad del 99 por ciento, que el individuo uno del esqueleto 79 correspondía a Edisson Zapata Vásquez, tío de Alexandra.
“La noticia nos la dieron en una reunión virtual. Nos dijeron que el paso a seguir era la entrega oficial de los restos. Mis abuelos no lo podían creer”, cuenta Alexandra, quien había crecido con la imagen de un abuelo que dedicaba las tertulias familiares a recordar al mayor de sus tres hijos varones, ese que era su mano derecha en la cafetería que tenía en Tuluá en 1985. El joven de 20 años lleno de vida del que supo que era presunto guerrillero del M-19 solo cuando los noticieros de radio y televisión entregaron las angustiosas listas de muertos y heridos de la toma del Palacio de Justicia.
Solo hasta el 6 de noviembre de 1985, Francisco José Zapata, hoy con 92 años, supo que su hijo prefirió el camino de la insurgencia, una vía distinta a su vocación castrense que lo había llevado a convertirse en veterano de la Guerra de Corea, en calidad de soldado enfermero. Pero a veces, el amor de padre está por encima de las etiquetas, esa que podría rezar que al papá militar el hijo le salió guerrillero.
A la final eso era lo de menos. Con la gran noticia de la Fiscalía, se ponía punto final a casi 36 años de incertidumbre. “A mi abuelo lo trataron muy mal cuando viajó a Bogotá día después de la toma del Palacio a reclamar el cuerpo de mi tío. Le decían que lo había educado mal porque era guerrillero”, recuerda Alexandra, quien agradeció al Fiscal Francisco Barbosa por la labor que hizo la entidad que él maneja.
Francisco visitó las instalaciones del Instituto de Medicina Legal, en el centro de Bogotá. Ya tenía contratado el servicio funerario para despedir a su hijo. Sin embargo, se encontró con un panorama desolador. No había información sobre el paradero del cadáver. “A su alrededor, viudas, huérfanos y otros padres como él también aguardaban por noticias de sus familiares en las rejas del viejo edificio.
Pasaron las horas, los días, y lo único claro era que varios cuerpos habían sido sacados por la puerta trasera y subidos a un furgón”, relata Alexandra. El abuelo Francisco y su esposa Nohemí no tuvieron más remedio que devolverse a Tuluá sin el cadáver de su hijo. Ahí empezó la agonía para ellos y el resto de su familia.
Durante casi 36 años, cada 6 y 7 de noviembre el dolor se hacía más fuerte. Lo único que querían era darle cristiana sepultura. Y estaban cerca de lograrlo gracias a la Fiscalía.
Una despedida digna
La Fiscalía Primera Delegada ante la Corte Suprema de Justicia le puso fecha a la entrega de los restos. Era un entierro pendiente. Tal vez el funeral más aplazado de la historia de Tuluá. El carro fúnebre llegó puntual a la capilla María Auxiliadora. Adentro, Francisco y Nohemí, de visita en Colombia, Alexandra y otros familiares esperaban en la nave central del templo.
Edisson Zapata Vásquez, se leía en la cinta violeta dispuesta en la puerta trasera de la carroza. El nombre no era ajeno para los tulueños que ese viernes 22 de octubre de este año espantaban el bochorno de las 10 de la mañana con una lulada comprada en una cafetería cualquiera. Los ventiladores de la iglesia parecían insuficientes para ahogar ese calor de los mil infiernos que hacía transpirar más de la cuenta a los dolientes, aquella familia vestida de negro.
Pasadas las 10 de la mañana y después de casi 36 años, la familia de Edisson Zapata recibía los restos de su ser querido. La misa fue corta, pero emotiva. La abuela Nohemí pensó en silencio que las conversaciones diarias con Dios donde le pedía poder enterrar con dignidad a su Edisson no habían sido en vano.
“Estamos muy agradecidos con la Fiscalía. Mi familia descansó de tanta incertidumbre”, dijo, emocionada Alexandra, que después de tanto tiempo logró completar el rompecabezas de la historia de su tío.